10.5.13

Mary Ann Clark Bremer. Cuando acabe el invierno

   Los libros de aquel fin de año en Nueva York fueron seis, y todos de Virginia Woolf.
   Fue mi mejor amiga durante aquellos días en que nevaba cada poco y mi única prima acababa de ser madre: Margaret o Maggi o Mag se llamaría la niña.
   Le regalé un cuaderno a su madre: para que me escribiera sobre ella, para que me contara, cuando le viniera en gana, cómo iba creciendo, a quien se parecía, qué juegos eran sus favoritos.
   En una tienda de antigüedades encontré dos muñecas rusas de principios de siglo para que adornaran el cuarto de la pequeña. Las limpiaron con cuidado y las envolvieron con un papel de color carmesí.
   La caja era blanca, de un cartón suave, como bruñido.
   Al salir, la nieve me llegaba a los tobillos y alguien silbo muy cerca pidiendo un taxi.
   -Para usted, señora -dijo aquel muchacho de ojos grises antes de desaparecer bajo la nevada en dirección al Hudson.
   Agradecí el gesto, pero despedí al taxista con una propina. Me quedé delante de aquel escaparate. No me importaba el frío. Amaba la nieve desde que era tan pequeña como Margaret o Maggi o Mag, o al menos desde que podía recordar.
   Era la primera vez que me llamaban "señora".
   En el escaparate brillaban las luces de Navidad, unas luces tan antiguas como las dos muñecas rusas de algún exiliado.
   No sé cuanto tiempo estuve allí.
   De repente sentí deseos de volver al hotel y enfrascarne en la lectura de alguno de aquellos libros de Virginia, de ponerme unas pantuflas y sentarme a este lado de la nevada, a cubierto.
   Pensé en Saul, con quien hubiera querido compartir aquella última tarde del año. Pero Saul había muerto luchando en Egipto.

Primer capítulo de "Cuando acabe el invierno"

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