5.6.13

Anne Sexton. Blancanieves y los siete enanitos

No importa que vida lleves
la virgen es una criatura encantadora:
mejillas tan frágiles como papel de fumar,
brazos y piernas en porcelana de Limoges,
labios como Vin Du Rhone,
sus ojos azul-china de muñeca mueve
al abrir y cerrarlos.
Los abre para decir,
buenos días, mamá,
y los cierra ante el empujón
del unicornio.
Ella es Inmaculada.
Ella es tan blanca como el macabi.

Hubo una vez una virgen encantadora
llamada Blancanieves.
Dicen que tenía trece años.
Su madrastra,
una belleza con todo su derecho,
aunque comida, por supuesto, por la edad,
no quería ni oír hablar de otra belleza que superase a la suya.
La belleza es una pasión simple,
pero, oh, amigos míos, al final,
bailareis el baile del fuego con zapatos de hierro.
La madrastra tenía un espejo al que ella consultaba -
algo así como el pronóstico del tiempo -
un espejo que proclamaba
la única belleza del país.
Ella preguntaba,
mirando al espejo en la pared,
quién es la más hermosa?
Y el espejo respondía,
tú eres la mas hermosa.
El orgullo la irritaba como veneno.

De repente un día el espejo contestó,
Reina, tú eres muy hermosa, es cierto,
pero Blancanieves es más hermosa que tú.
Hasta aquel momento Blancanieves
había sido tan importante
como una mota de polvo bajo la cama.
Pero ahora la reina veía manchas marrones en su mano
y cuatro bigotes sobre su labio
así que condeno a Blancanieves
a ser destrozada a muerte.
Tráeme su corazón, le dijo al cazador,
lo salare y me lo comeré.
El cazador, sin embargo, dejó ir a su prisionera
y trajo de regreso al castillo el corazón de un jabalí.
La reina lo devoro como un bistec suculento.
Ahora soy la más bella, dijo,
lamiéndose sus blancos, largos dedos.

Blancanieves anduvo por el bosque
semanas y semanas.
En cada vuelta había veinte puertas
y en cada una de ellas un lobo hambriento,
con su lengua colgando como un gusano.
Las aves llamaban lascivamente,
hablando como loros rosas,
y las serpientes colgaban en lazos,
cada una la soga para su dulce cuello blanco.
En la séptima semana
llegó a la séptima montaña
donde encontró la casa de loa enanos.
Era tan divertida como una casita de luna de miel
y completamente equipada con
siete camas, siete sillas, siete tenedores
y siete orinales.
Blancanieves comió siete hígados de pollo
y se tumbo, por fin, a dormir.

Los enanos, esos pequeños perritos calientes,
se pasearon tres veces alrededor de Blancanieves,
la virgen durmiente. Eran inteligentes
y barbudos como pequeños zares.
Sí. Es un buen augurio,
dijeron, y nos traerá suerte.
Se pusieron de puntillas para ver
despertarse a Blancanieves. Ella les contó
lo del espejo y la reina asesina
y ellos le pidieron que se quedara y cuidara la casa.
Ten cuidado con tu madrastra,
dijeron.
Pronto sabrá que estás aquí.
Mientras estamos fuera en la mina
durante el día, no debes
abrir la puerta.

Espejo sobre la pared...
El espejo habló
y la reina se vistió con harapos
y salió como una vendedora ambulante
para atrapar a Blancanieves.
Cruzó siete montañas.
Llegó a la casa de los enanos
y Blancanieves abrió la puerta
y compró un poco de encaje.
La reina lo apretó con fuerza
alrededor de su corpiño
tan fuerte como un vendaje elástico,
tan fuerte que Blancanieves se desmayó.
Yacia en el suelo, como una margarita arrancada.
Cuando los enanos llegaron a la casa quitaron el lazo
y ella revivio milagrosamente.
Estaba tan llena de vida como un refresco con gas.
Ten cuidado con tu madrastra,
dijeron.
Lo volverá a intentar.

Espejo de la pared...
Una vez más el espejo habló
y una vez más la reina se vistió con harapos
y una vez más Blancanieves abrió la puerta.
Esta vez compró un peine envenenado,
un escorpión curvado de ocho pulgadas,
y lo puso en su pelo y se desmayó de nuevo.
Los enanos regresaron y le sacaron el cepillo
y ella revivio milagrosamente.
Abrió los ojos tanto como la Huérfana Annie.
Ten cuidado, ten cuidado, dijeron,
pero el espejo habló,
la reina vino,
Blancanieves, la conejita tonta,
abrió la puerta,
y mordió la manzana envenenada
y cayó al suelo por última vez.
Cuando los enanos regresaron
desabrocharon su corpiño,
buscaron un peine,
pero no sirvió de nada.
Aunque la lavaron con vino
y la frotaron con mantequilla
fue en vano.
Estaba tan quieta como una moneda de oro.

Los siete enanos no soportaron
enterrarla en el negro suelo,
por lo que hicieron un ataúd de cristal
y lo pusieron en la séptima montaña
para que todos los que pasaran
pudieran asomarse a su belleza.
Un príncipe llegó un día de junio
y ya no se movio del lugar.
Se quedó tanto tiempo que su pelo se puso verde,
pero aún así no se iba.
Los enanos se compadecieron de él
y le dieron el cristal de Blancanieves -
sus ojos de muñeca cerrados para siempre -
para que lo guardara en su lejano castillo.
Cuando los hombres del príncipe llevaban el ataúd,
tropezaron y lo dejaron caer
y el trozo de manzana saltó
de su garganta y ella se despertó milagrosamente.

Y así Blancanieves se convirtió en la novia del príncipe.
La malvada reina fue invitada a la fiesta de bodas
y cuando llegó, le pusieron
zapatos de hierro al rojo vivo,
como si fueran parines al rojo vivo,
sujetos a sus pies.
Primero tus dedos humearan
y después tus talones se ennegreceran
y te freiras boca arriba como una rana,
le dijeron.
Y así bailó hasta estar muerta,
una figura subterránea,
su lengua chasqueando dentro y fuera
como un chorro de gas.
Mientras tanto Blancanieves tenía su corte,
abriendo y cerrando sus ojos azul-china de muñeca,
y alguna vez consultando a su espejo
como hacen las mujeres.

De "Transformaciones"

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