14.2.14

Sylvia Plath. La luna y el tejo

Ésta es la luz de la mente, fría y planetaria.
Los árboles de la mente son negros. La luz es azul.
Las hierbas descargan sus penas a mis pies, como si yo fuera
Dios, dándome punzadas en los tobillos y murmurando su
humildad. Humeantes neblinas refinadas moran en este lugar,
que una hilera de lápidas separa de mi casa.
No veo adónde se puede ir.

No es la luna una puerta. Es una cara por derecho propio,
blanca como un nudillo, y terriblemente trastornada.
Arrastra el mar en pos como un delito oscuro; está callada
con los labios en O de la desesperación total. Yo vivo aquí.
Los domingos, las campanadas, dos veces, le dan un susto al cielo…
Ocho grandes lenguas que afirman la Resurrección.
Al final, sobriamente, gonguean sus nombres.

El tejo apunta hacia lo alto. Tiene forma gótica.
Los ojos, siguiéndolo, se alzan y encuentran la luna.
La luna es mi madre. No es dulce como María.
Sus vestiduras azules desprenden pequeños murciélagos y búhos.
Cuánto me gustaría creer en la ternura:
el rostro de la efigie, suavizado por las velas,
inclinando hacia mí, en particular, sus tiernos ojos.

Largo trecho he caído. Las nubes florecen,
azules y místicas, sobre el rostro de las estrellas.
Dentro de la iglesia, los santos serán todos azules,
flotando con delicados pies por encima de los fríos bancos,
tiesas de santidad las manos y las caras.
Nada de esto ve la luna. Es calva y salvaje.
Y el mensaje del tejo es negrura: negrura y silencio.

De "Ariel"

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