Astros mudos que giran ciegos sin ver, siempre helados,
Arrancáis de nuestros corazones los días del ayer,
Nos arrojáis al porvenir sin nuestro consentimiento,
Y lloramos y todos nuestros gritos que os elevamos resultan vanos.
Puesto que es preciso, os seguiremos, atados los brazos,
Los ojos vueltos hacia vuestro fulgor puro pero amargo.
Todo dolor importa poco a vuestro aspecto.
Callamos, titubeamos sobre nuestros caminos.
Está allí en el corazón repentino, su divino fuego.
De "Poemas, seguido de Venecia salvada"
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