30.9.15

Gertrud Kolmar. Arte

Ella cogió la punta de plata
y la deslizo por la superficie blanca, opaca, brillante: 
su tierra. Se deslizó
y creó montañas.
Montañas peladas, frentes desnudas de angulosas cumbres de piedra, meditando sobre el desierto;
sus cuerpos
se desvanecieron, velados, desaparecieron tras el pálido capullo
de una nube.
Así pendía el cuadro ante el fondo negro, y los hombres lo vieron.
Y los hombres dijeron:
«Dónde está el aroma? Dónde la savia, el brillo saturado?
Dónde el verde exuberante, enérgico, brotando en las llanuras
y el rostro pardusco, quemado del arrecife, dónde su tristeza sorda, gris?
Ni un solo halcón vigilante se agita. Ningún pastor toca aquí la flauta.
Jamás suenan altos en el azul más suave de la noche los cuernos bellamente curvados de las cabras salvajes.
Esto no tiene color, no tiene vida, ni voz. No nos dice nada.
Sigue adelante.»

Pero ella se detuvo y guardó silencio.
Pequeña, inadvertida, permaneció entre el gentío. Escuchó y guardó silencio.
Sólo su hombro se encogió. Su mirada se deshizo en lágrimas.
Y la nube que su mano desplegó al dibujar
descendió y la envolvió, la alzó y la llevó hacia lo alto,
hasta la hendidura de sus montañas peladas.

Uno, expectante,
al que dos basiliscos verde dorado trenzaban una corona,
se irguió en la penumbra, resplandeció y se inclinó para saludarla.



De "Mundos"

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