16.6.16

Tess Gallagher. Leyendo la cascada

Aquellas páginas cuyas esquinas
dobladas son ahora pañuelos, atados
a la última luz de cada uno de sus árboles preferidos,
junto a los que se detenía, y que me señalan el camino
con certeza, como si hubiera ordenado a bandadas
de pájaros que hiciesen susurrar a las hojas en lo alto.

Miro a lo alto a menudo, y pienso en
sus nidos tibios y dejo
que un rasgueo de reconocimiento vibre como un koto,
como si su cabeza aún me mirara por encima del hombro,
rodeada por una niebla fría, dispuesta a encontrar la salida
por una escalera de mármol batida
por sus pisadas. Mis cuentas de ámbar se dirigen, flotando, hacia el mar,
en una sencilla vaina de guisante -igual que las que botan los niños-,
como un carguero cuyo destino fuera perderse.

Cuántas veces me mantiene viva media cerilla,
cuando recuerdo su voz atravesar las habitaciones
y acudir yo a su llamada, para escuchar  algunos versos
que él recitaba de forma contradictoria,
como si añadiese una ala de lastre y
descubriera el vuelo.

Tanto del amor se curva ahí,
donde su pluma encerraba entre paréntesis
el pareado, a media página, que mi ajuar,
aún sin estrenar, me atrae poderosamente,
como una frente a la que se invitara demasiado
y se diese a la paradoja.

Me permite vestirme deprisa para el viaje,
como la mejor forma de dejarme lo que se desvanece,
según esté listo o no; él lo está y se desliza
junto a mi cama, en domingo,
hasta que somos como los muertos dando agua
a los muertos, sin reparar en que nuestra tenue sed
es insaciable.




De "El puente que cruza la luna"

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