20.4.17

Carolyn Forché. Como niñas juntas

Bajo la cuesta nevada
clavados en el invierno entero con luces
de Navidad, esperamos a que tu padre
cortara sus pasteles de jabón, terminara su whiskey,
a que tu madre llevara su café de habitación
en habitación apagando las luces
atrapadas en la nieve bajo nuestros pies.
Sujetándonos por las mangas
de nuestros abrigos nos deslizamos
por la vereda en nuestros vestidos
negros y ajustados, por pantanos de cristal
y el rostro muerto de cada casa oscura,
sobre el hielo dorado
del tabaco que fue escupido, la calma
azul de los lagos, con la ciudad
brillando bajo las ciegas
colinas blancas y una escasa
nieve parpadeando en las estrellas.
Tú tarareabas blanche comme
la neige y hablabas de Montreal
donde una quebeçoise podría cantar,
tomar el rostro de cualquier hombre
hacia la blusa desabotonada de una mujer
y despertar para el vino en la mesa
de noche.
Siempre he creído,
Victoria, que hay
un modo de salir.
Estabas avergonzada de esa casa,
sus redondas latas de harina,
res astillada y frijoles,
vales de ayuda y viajes de invierno
que siempre terminaban en venado
tieso atado al portaequipajes del coche,
el acordeón de tus tíos
bajados del norte, y lo que
llamabas la estupidez
del francés de Michigan.

Tu espejo se adornó
con fotos de militares
que tomaron tus pechos
en sus manos, los botones
de tus blusas con sus dientes,
que te dieron las borlas
de seda de su graduación,
chaquetas bordadas con dragones
del Lejano Oriente. Guardaste
los corchos que dispararon
de las botellas desde sus camas,
sus cartas con cada ciudad
ennegrecida, sobres con cabello
de sus cabezas rapadas.

Voy a tenerlo, dijiste.
Flores envueltas en periódico de carros
en Montreal, un avión elevándose
de Detroit, una cama de satín, una mesa
repleta de botellas de esencias.
Así que parada en una pista de hielo
afuera de un salón católico de baile
tomaste sus collares
en tus delgadas manos congeladas
y mentiste sobre tu edad para volverte adulta.

Entonces yo no tenía pechos,
ni cartas provenientes de campos de entrenamiento
y cuando uno de los hombres que habías
reunido a tu alrededor acercó mi boca
a la suya no hubo nada
además de la música del salón
elevándose a los brazos de los árboles helados.

No sé dónde estás ahora, Victoria.
Dicen que tienes hijos, un tráiler
en la nieve cerca a nuestra ciudad,
y que el marido que encontraste cuando niña
volvió al Lejano Oriente roto
maldiciendo la santa sangre en la mesa
donde todas las noches una pila de virutas blancas
son pagadas desde el borde de su cuchillo.

Si lees este poema, escríbeme.
He estado en París desde que nos separamos.


De "El país entre nosotros"

         

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