28.9.17

Vivian Gornick. Apegos feroces

Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento, que da al rellano del segundo piso. La señora Drucker está de pie, junto a la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo. Mi madre echa la llave y le pregunta:
   -Qué haces aquí?
La señora Drucker señala hacia dentro con la cabeza.
   -Éste, que quiere echarme un polvo. Le he dicho que ni tocarme sin pasar antes por la ducha.
Yo sé que "éste" es su marido. "Éste" siempre es el marido.
   -Por qué? Tan sucio está? -dice mi madre.
   -Es un cerdo asqueroso -dice la señora Drucker.
   -Drucker, eres una puta -dice mi madre.
La señora Drucker se encoge de hombros.
   -No puedo montar en metro -dice.
En el Bronx, "montar en metro" era un eufemismo para ir a trabajar.


Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veinte apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está -maridos, padres, hermanos-, pero sólo recuerdo a las mujeres. Y las recuerdo a todas tan toscas como la señora Drucker o tan feroces como mi madre. Nunca hablaban como si supiesen quiénes eran, como si comprendieran el trato que habían hecho con la vida, pero a menudo actuaban como si lo supiesen. Astutas, irascibles, iletradas, parecían sacadas de una novela de Dreiser. Había años de aparente calma y, de repente, cundían el pánico y la locura: dos o tres vidas marcadas (quizá arruinadas) y el tumulto se apagaba. De nuevo calma silenciosa, letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana. Y yo -la niña que crecía entre todas ellas, formádose a su imagen y semejanza- me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara. He tardado treinta años en entender cuánto entendí de ellas.


Principio de "Apegos feroces"
   

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